Individualidad mal entendida.
En la primera parte de este artículo expusimos nuestro punto de vista, afirmando que era errónea la idea de que primero hay que amarse a sí mismo y de que, no hacerlo hacía imposible amar a otra persona. Para fundar nuestro rechazo de tal concepción de las relaciones humanas, recurrimos a hacer una breve síntesis del proceso por el cual devenimos cabalmente humanos; subrayando el papel que la interacción con los humanos del entorno del recién nacido juega en la formación de su cerebro. Enfatizamos en que, además del cuidado de la salud física y de la estimulación de los sentidos y la motricidad del bebé, el afecto que se le brindara es uno de los elementos necesarios para la sana formación de una persona. O sea, que no sólo la buena alimentación y los cuidados de lo físico son indispensables, sino que también hacen falta las sonrisas, los besos y las caricias. En síntesis: primero fuimos amados y luego aprendimos espontáneamente a amar a los que nos rodeaban. Son productos de una elaboración mental muy posterior las vivencias de quererse a sí mismo.
Esta idea equivocada de la prioridad de quererse a sí mismo no es un error particular, forma parte de una visión de la vida y de la sociedad que hace hincapié en el individualismo. La postura individualista ante la vida nos lleva irremediablemente a la pérdida de valores que han sido logros de la evolución de la humanidad. Valores entre los que podemos destacar la solidaridad, la empatía (sentir en consonancia con lo que está sintiendo el otro) y la idea de ser parte de algo más amplio que nos integra (empezando con la familia, para expandirnos luego en amistades, compañerismos y, por último, la comunidad en cuyo seno se desarrolla nuestra vida.
Un descarte necesario y urgente.
Podemos buscar el consenso de muchos para descartar el individualismo como una concepción que no sólo es perniciosa para quienes nos rodean sino que también tiene efectos empobrecedores en nuestra persona. Para lograr este consenso sería útil comenzar por distinguir este rechazo del culto al individuo, de una concepción filosófica y científica que valora al sujeto (o sea, al individuo) sin caer en la hipertrofia del sujeto individual. No dejamos de ser sujetos particulares, dotados de una historia única e irrepetible, es decir de una identidad personal, por aceptar que separados de los otros no somos cabalmente humanos.
Aquí voy a hacer una breve digresión filosófica, si bien no comparto el conjunto de las ideas de Aristóteles, reconozco algunos de sus hallazgos. Hallazgos entre los que me interesa destacar su definición del hombre. Para este filósofo de la Antigüedad el ser humano puede ser definido como “zoon politikón”, expresión que en griego antiguo se puede traducir al español como “el animal social”. Es decir que el carácter social es intrínseco a la condición humana, sin dicha característica no hay vida esencialmente humana. Cada individuo nace, se cría y se desarrolla posteriormente como adulto en el caldo de cultivo de las interacciones comunicativas, interacciones que son las redes dinámicas que constituyen la realidad social en que vivimos.
Es justamente en ese tejido vivo de relaciones (mayormente mediadas por el lenguaje) que un individuo puede afirmarse y reconocerse como un sujeto único; pero hay que tener cuidado en no confundir esta unicidad con la condición de un ser aislado que se basta a sí mismo para ser lo que es.
La identidad.
La problemática de la identidad personal constituye uno de los temas más problemáticos, tanto en el plano filosófico como en los campos del saber psicológico y neurocientífico. Si recurrimos a escritos actuales referentes a la temática de la identidad, provenientes de la filosofía de la mente, de la psicología cognitiva más actual y de la neurociencia, podemos encontrar concordancias y disonancias. Desde nuestro punto de vista hay una posición principal (el uso de la primera persona del plural se debe a que comparto, estas ideas que voy a comunicar, con un grupo de investigadores y estudiosos del tema). Esta posición es la afirmación de que el conocimiento que cada uno de nosotros tenemos de nuestra identidad no surge sólo del entendimiento, de lo racional, sino que surge también de una vivencia emocional. No sólo nos pensamos como un ser humano dueños de tal identidad, sino que tal cognición se sostiene en una convicción de naturaleza profundamente emocional. Nos sabemos el sujeto de esa historia única e irrepetible pero, también nos sentimos los actores de esa historia.
Considero que estas líneas pueden permitir entender mejor nuestra concepción del individuo humano como un ser único y, al mismo tiempo, sólo posible de ser lo que es en la interacción con las diferentes personas de nuestro mundo. Conviene aclarar que la expresión “nuestro mundo” tiene que ver con la idea de que cada uno de nosotros “construye” su mundo. También es necesario tener presente que esta última afirmación no significa que tales construcciones son absolutamente independientes de los conocimientos, juicios y valoraciones vigentes en el contexto social en que transcurre nuestra vida; siempre son recortes de todo ello matizado por nuestros rechazos y preferencias.
La fuente del error puede ser social.
Hablando del error del individualismo extremo, recordemos lo dicho sobre los factores socioculturales condicionantes, la difusión masiva de esta idea errónea hace que, sólo a través del ejercicio de una crítica personal de ella, podamos filtrar y dejar entrar solamente lo que para uno es razonable, sano o justo. Seguir la moda puede ser útil o divertido, especialmente si se trata de vestimenta, tecnología o deportes; pero, suele ser muy pernicioso en muchas otras cuestiones y temas. Hace un tiempo hicimos una nota sobre el mal que causaba la difusión errónea sobre la inocuidad de la marihuana usada como droga, tal difusión es un buen ejemplo de cómo desde el contexto sociocultural se puede inducir a elegir lo equivocado.
Otros factores que pueden provocar actitudes y comportamientos extremadamente individualistas son aquellos que devienen de las patologías mentales. Podemos ejemplificar con algunas de ellas. Si una persona padece un trastorno narcisístico de la personalidad, se va ver impedida o, al menos dificultada, para querer a otra, lo cual puede llegar a perturbar gravemente sus relaciones sociales y principalmente las familiares. Algo similar ocurre con el trastorno antisocial de la personalidad, más conocido como “psicopatía”, en este trastorno la persona afectada resulta carente de empatía, en consecuencia no va a resonar en ella lo que siente la persona con la que interactúa. Si no hay empatía no pueda haber cariño, amistad o amor.
Lic. José Luis Abalo. M.N. 926. M.P.70031.
Miembro del Equipo integral de salud mental “Redes”. 4294-8211.